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    El chico que quería hacer un musical de amor


    Nacho Vigalondo quería realizar un cortometraje y no tenía dinero. Al enterarse de que el Eusko Jaurlaritza concecía subvenciones a los jóvenes cineastas, quitó las pegatinas a la caja de su guitarra española, pegatinas de Paz y Amor y de Smiley, y se presentó en San Sebastián, en una sala donde un grupo de ceñudos vascos estaba pasando la mañana escuchando guiones y sandeces.
    Los señores que escuchaban guiones y sandeces eran los miembros del jurado de una comisión del Gobierno Vasco, del  Eusko Jaurlaritza. Los chicos hacían cola como estudiantes del plan Erasmus y tenían unos minutos para convencer a los jueces de que su idea era la idea de los 12.000 euros. Solo se concedían 12.000 euros de subvención por corto.
    El joven actor-director, Nacho Vigalondo
    Nacho Vigalondo no resumió su corto como los demás, narrando la historia de chico conoce chica. Más bien lo cantó. El jurado lo vio entrar con el instrumento y escuchó la canción. Nacho era como un juglar porque a veces detenía sus trinos, y decía: “Aquí es cuando el protagonista empieza a bailar”. ¿Bailar?
    Entonces el jurado supo que la película de Nacho Vigalondo era un musical. ¿Un musical de ocho minutos? Será una cachondada, un retrúecano, un nuevo Pedro Muñoz Seca contando una astracanada en clave de historia de humor con aroma de oreja de cerdo frita. “De ninguna manera”, replicó Nacho. “Es un musical muy serio”.
    La historia de Nacho comenzaba de una forma vulgar. Una chica entra en un bar por la mañana, pide el cruasán con café con leche de siempre, y se sienta a leer el periódico. Luego pasaban cosas.
    Como era un musical, el protagonista cantaba y bailaba, los camareros cantaban y bailaban, y al final, la coreografía consistía en que todos cantaban y bailaban. Y claro, allí estaba la bomba.
    Los miembros del jurado terminaron de escuchar el musical de Nacho Vigalondo y vieron que el chico dejaba la guitarra a un lado y respiraba con preocupación esperando el veredicto. Algunos de esos miembros del jurado habían oído hablar de los maníacos depresivos, unos animales esteparios que pasan de la euforia a la melancolía en poco tiempo, que tienen una mirada escapada, y que cuando les hablas o cuando hablan, fijan sus ojos en el techo y a falta de techo, en el cielo. Y que Van Gogh, Beethoven y Bécquer eran de esos.
    Nacho podía ser uno de esos o bien podía ser un loco a secas. Tenía toda la pinta de lo segundo.
    Cuando salió de aquella sala llena de vascos ceñudos y desconfiados, Nacho tenía dos cosas: una guitarra y un cheque de 12.000 euros.
    Los protagonistas del corto, en un momento de tensión.
    Ahora venía lo bueno. O lo malo. Nacho tenía que conseguir actores, figurantes, cámaras, operadores, técnicos y un bar. Porque era un musical en un bar, no había que olvidarlo. Todo iba a pasar en un bar. Y no había que olvidar la bomba. ¿Dónde se podía conseguir una bomba? Le quedaban pocos meses para conseguirla.
    Como 12.000 euros no dan para mucho en el mundo del cine, Nacho empleó su descaro emocional para convencer a su madre de que fuera una de las vicetiples del musical. “¿Esto de qué va?”, preguntó la madre. “¿Es como la cámara oculta?”. No dijo su hijo, es un musical muy serio y muy profesional.
    Más personas de su ecosistema personal se fueron añadiendo al reparto. Una cafetería de Madrid, situada cerca de San Bernardo, acordó en cederle por dos noches el local a condición de que fuera eso: por la noche, y solo dos jornadas. Eran días de fiesta y querían largarse de vacaciones. “Sin destrozos, ¿eh?, que los pagas tú o llamo a la policía”.
    Nacho preparó todo y un día se dio cuenta de que el confeti era de colores. El confetti era una de las claves. En una película en blanco y negro el confetti aparece en blanco y negro. Pero el cofetti es de colores, como todo el mundo sabe, de modo que, cuando saliera la lluvia de confetti, nadie iba a saber que eran papeles de colores. ¿Qué demonios iba a salir en pantalla si la película era en blanco y negro? Aquella noche prenupcial, Nacho no pudo dormir por culpa del confetti. Se le ocurrió poner en letras grandes la palabra “confetti” e imprimirlo en la bolsa de papelitos, pero pensándolo bien, era una barbaridad.
    Cuando Nacho estaba a punto de gritar la palabra “acción”, el regidor se presentó con un saco de confeti que decía en letras grandes “C-O-N-F-E-T-T-I”. Era así de por suyo. O sea natural. Todo arreglado. El confeti se llamaba confetti.
    Durante esas dos noches, la película de Nacho fue rodada en un café de San Bernardo. Era sobre una chica que entra por la mañana a una cafetería, pide lo de siempre, se sienta y saca un periódico para leerlo. Había bomba, confetti, bailes, chico, música, coreografía y banda sonora, claro.
    Todo en un corto de 8 minutos. Para ser precisos: un corto de 7 minutos 35 segundos. En un alarde de poesía visual, Nacho tituló su corto “7:35 de la mañana”.
    Cuando hubo rodado su corto, ya solo quedaba montarlo, es decir, hacer corta pega de planos, ajustar la música, meter los créditos y presentarlo a algún festival. Hay tantos festivales….
    El problema es que hay más festivales que directores con ensueños de modo que las posibilidades de Nacho eran muy escasas.
    Como la vida está llena de carambolas, unos meses después los miembros de la Academia de Cine de Hollywood vieron el corto de Nacho. Vieron a la chica que entra en el bar, el cruasán, el café, los numeritos coreográficos, la música, y por supuesto, el cofetti. Y la bomba.
    ¿De dónde diablos viene este corto?, preguntó un académico. Lo preguntó en inglés, claro.
    Le contestaron que de España. “¿Quién lo ha hecho?”, dijo el académico. “Creemos que el mismo tipo que sale ahí bailando y cantando”.
    “¿El director? ¿Te refieres a que el director también canta y baila en este corto? “, volvió a preguntar el académico de Hollywood.
    “Parece que sí”, le dijeron. “Es lo que dice aquí en la sinopsis”. Se fijaron en Nacho. Bailaba y cantaba.
    Volvieron a ver el corto.
    Para dar suspense a su corto, Nacho había cambiado un poco los planes, o, los planos, como realmente se dice en el cine. El plano número 2, se situó en primer lugar, y el plano número 1, pasó a ser el 2.
    Esto tenía su explicación. Antes de que entrara la chica en el café, pasaba algo. Y quizá ese cambio, que se le ocurrió a Nacho a última hora, fue lo que ayudó a decidir a los académicos  de Hollywood.
    Así, un día, España entera, y desde luego, la mamá de Nacho también, supo que el corto de Nacho había sido nominado para el Oscar.
    Era un musical. Había un chico. Había una chica. Había amor. Había coreografías. Canciones. Coros. Y claro, la bomba. Y un poco de confetti.
    Porque en realidad no era un corto de risa. Era una tragedia. Una tragedia realizada por un loco que quería hacer un musical de amor.
    Todo esto sucedió en 2004, pero hay aventuras geniales que vale la pena contarlas siempre, una y otra vez.
    (Se puede ver en You Tube pinchando aquí o poniendo “Nacho Vigalondo 7:35 de la mañana”)

    (Nacho tiene un blog en El País.)